Esta noche soñé con zombies. Todos guardamos miedos de cuando éramos niños. A mi siempre me aterraron los muertos. Recuerdo que ya de pequeña me daban pavor y siempre creí que jamás sería capaz de ir a un funeral, por miedo a que el muerto se levantara y se me comiera. (Cosa que no tendría tanta importancia, porque en el instante que se levantara yo caería fulminada.) Con la edad descubrí que visitar el tanatorio no era que se te comiera el miedo sino una pena que te cala los huesos. Por tu pérdida (más o menos cercana) y por la del resto de compañeros de edificio. Pero eso vendría más tarde.
Sigo sin guardar cariño por muertos vivientes, pero esta noche me han aterrorizado como antaño. Debo haberme despertado sobre las 5 y pico. No he sido capaz de abrir un ojo (¡a saber qué me encontraría delante!) hasta las 6. Por supuesto, no he vuelto a dormirme. Ni los ronquidos de Carlos ni el peso de tener a una gata gorda durmiendo sobre mis piernas han aplacado mi taquicárdico corazón.
Ya en la ducha le explicaba la pesadilla a Carlos (¡verbalizar siempre ha sido una necesidad vital para mi!) cuande he tenido una revelación.
Ayer me disgusté mucho con Masha. Después de una época bastante razonable la verdad es que había bajado la guardia. Masha antes de acostarse lee un poco. Me parece maravilloso. Ayer descubrí que había cogido mi lamparita, una de esas que hace pinza en el libro y que yo usaba para leerle cuentos, y la había roído. No tan sólo la había mordido, la había dejado con el cable al aire. Si esa lamparita, en lugar de ir a pilas, hubiera estado enchufada, te puedes imaginar qué hubiera pasado.
En la ducha he tenido una revelación. Esa lamparita mutilada era como un bracito de zombie, con la carne abierta y el hueso asomando.
Esta noche me ha perseguido mi miedo más profundo. Ya no son los muertos vivientes. Es que mi hija no sea capaz de ser feliz.
¡Ya puede reirse Freud y sus asociaciones de ideas!
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